Capítulo 14
Su muerte – Sus archivos – Su mesa de luz
“He de irme dejando
mi ruego de piedad por los rincones
en la hora increíble, acariciando…”
Matilde Alba Swann
Murió el 13 de setiembre de 2000.
Su viejo amigo Dios, el mismo de tantas conversaciones y discusiones, le cumplió su último deseo reclamado por Matilde en el Muro de los Lamentos veinte años antes:
“Señor, reserva para mí una muerte digna” , le rogó.
Y así fue.
La enterramos una mañana lluviosa. Lo hicimos en la misma tumba donde descansa Samuel, su “pibe querido”. De esta forma comparten la muerte como compartieron la vida.
Sus hijos pedimos que no hubiera “palabras de despedida”, pero su amigo Atilio Milanta quería despedirla y no hubo como “pararlo”.
Este es un fragmento de sus palabras:
“Si ella fue poeta por ser abogada o fue ésta por ser poeta, hoy no viene al caso, pues será otra la oportunidad de analizarlo… Yo no sé si por ser filósofo, abogado o médico se es poeta. Pero, sí sé, como en el caso de Matilde, que por ser poeta se filosofa, en búsqueda incesante de la verdad, se aboga por la justicia y se intenta paliar el dolor de tanta gente ante la enfermedad, la orfandad, la pobreza o la desnutrición, sobre todo de mujeres y de niños. Allí, quizá, se encuentre, como en el caso de Almafuerte, la verdad o la explicación de esta lira tan sensible que, hoy, aparentemente, ha dejado de sonar….”
El vaivén que comenzara en la “hora increíble” continúa.
He de irme, dejando,
mi ruego de piedad por los rincones,
con mi pobre voz quebrándose y con mi cansancio,
en alguna noche
en que la luna llena se vuelque por mi cuarto.
Silenciosamente
y con la brisa última que aliente de mis labios,
apagaré mi lumbre
y saldré despacio, dispersando en el aire
los besos que me queden
para tanta criatura que no ha besado nadie.
Saldré sin despedirme, acariciando…
He de rogarle al viento que me preste su mano
y rozaré los árboles dormidos a mi paso.
Partiré con un cielo tan azul y tan diáfano
que parezca increíble.
Y cantaré al espacio con la voz imposible
de mis venas sin sangre,
para todos los niños que se duermen sin madre.
Por encima del árbol, más allá de los pájaros,
al borde de las nubes se extenderá mi abrazo.
Desvanecida en luna penetraré en el rayo
que ilumine la almohada de los que quiero tanto.
Y volveré en la lágrima de los niños que sufren,
y volveré en un beso sobre su pie descalzo.
He de irme dejando
mi ruego de piedad por los rincones
en la hora increíble,
acariciando…
Su archivo
Aunque parezca imposible de creer, encontramos el archivo de Matilde perfectamente acomodado y completo. Ella, que trabajaba en una reducida porción de su escritorio donde apenas asomaba su vieja “Olivetti” entre las pilas de carpetas, libros abiertos, teléfono y ceniceros, dejó “todo en el archivo”.
Ninguno de sus hijos quisimos incursionar en lo que ella llamaba “el sucucho” hasta que, por la venta de la casa grande, debimos hacerlo y retirarlo. Carpetas, libros y fotos. Cuadernos de sus hijos y nietos. Sus obras de teatro, terminadas unas, inconclusas otras y las carpetas originales de sus libros impresos. Diplomas, menciones y medallas. Cartas de personajes literarios y profesionales. Poemas ilustrados por sus amigos Arrigoni, Levaggi, Bruzzone y Alcoba Martínez, junto a los que alguna vez compitiera en salones de poesía ilustrada. Carpetas con borradores de poemas y prosas. Recortes de diarios. Caricaturas.
A nuestro juicio, el hallazgo mas valioso, es un estuche de madera para dos botellas de una bebida que alguna vez se llamara “G. L” que nos abrió un mundo desconocido. Apasionante para los hijos que nos animamos a espiar. Contiene las cartas de amor entre Matilde y Samuel. La gran mayoría son de Matilde. Estaba en el fondo de un mueble, en el estante mas bajo. Escondido; pero estaba.
Finalmente apareció una carpeta que contiene los poemas que conforman el noveno libro que no pudo editar. Seguramente distrajo y aplicó el dinero de su edición en un destino más mundano, socorredor de alguna urgencia monetaria filial. A juzgar por los diez años de pendencia, los socorros han sido varios. El libro lo llamó “Inmolados” y nos preocuparemos para que no se demore mas su merecido alumbramiento.
Su mesa de luz
No todos los libros leídos o consultados por Matilde quedaron en sus anaqueles. Ella recibía cientos de libros por año de poetas jóvenes, viejos; buenos, muy buenos; malos y muy malos. A todos leía. Y marcaba los poemas que le gustaban. En los estantes existentes bajo su mesa de luz había varias pilas de estos libros. Casi todos dedicados. En su gran mayoría fueron donados a la Biblioteca Francisco López Merino de la Municipalidad de La Plata, cuyo Director, el Dr. Pedro López, prometió designar con el nombre de Matilde, el anaquel que los contenga.
En esas pilas desordenadas bajo la mesa de luz estaban “Manchado de Limpio” de Susana Tasca; “Cuentas pendientes” y “Salón para Familias de Gustavo García Saraví (tenía subrayada la ultima estrofa del poema “Mi cama”); “Con la palabra entera” de Osvaldo Durán; marcado en su poema “Hospital de Niños”; “Perspectiva”
de Marta Peralta; “Morriña” de Alicia Ripa; “El ojo y la piedra” de Horacio Preler; “Poemas del amor bueno” de Victorina Scoccia ; “Pétalos y lágrimas” de Perla Juli; “Cita en Port-lligat” y “La Piel del Mar” ambos de Marta Macias; “Al sur de marzo” de Ana Emilia Lahitte; “Po-ema-s” de Atilio Milanta; “Pensamientos al correr de los años” de Alberto A. Bonicatto; “Ecos del Silencio” de Clara Grosso; “Paradigma del sauce” de Manuel Lopez Ares; “El camino y las palabras” de Inés Zuccalá; Nosotros y los Caserta” de Aurora Venturini; “Azul de cielo” de Raquel Albano; “Verbo infinito” de Susana Cantero; “Pensando en ti” de Lily Rossi; “La Plata” de Jaime Sureda; “Dan del Rio” y “El río de uno mismo” de Ricardo Massa.