Capítulo 03

Su barrio – Su niñez – Su escuela primaria

“De noche nos cantaban
perdón
por todo el hambre del día
y prometían
espigas y racimos
que acaso maduraron después,
cuando fue tarde.”

Matilde

La familia se afincó definitivamente en La Plata en una casa en la calle 1 esquina 47. Después de tanto deambular por el mundo, esa sería la definitiva casa de la familia de Matilde. Por fin habían encontrado en La Plata, “su” lugar en el mundo. Matilde iniciaría la escuela primaria al año siguiente.


La calle 47 fue la columna vertebral en su vida. Matilde la llamaba “la calle de los naranjos”. Mientras que a la calle 1 la llamaba “la calle de los estudiantes”. Vivió en la casa de esa esquina, con su cama junto a la ventana por la que aspiraba todo el aroma de los naranjos de la calle 47. Estudió en la Facultad de Derecho en su cruce con la calle 6, y concurrió a los Tribunales en su cruce con la calle 13. A media cuadra de la calle 47, sobre la Diagonal 80, estaba y está el Diario El Día.


Ella enseñaba dos formas de aspirar el perfume de los azahares. El mas fácil era recoger los caídos y restregarlos en las palmas de las manos; o bien haciendo un hueco con las manos unidas rodeando los azahares sin separarlos de la rama, ni ajarlos. Y así se aspiraba en el hueco. Pero insistía que no había que cortarlos de la planta.


La pobreza los siguió hasta La Plata. El kiosco que atendía Emma, en una de las ventanas de la casa, se transformo en un despacho de pan. Luego, con el tiempo y, debido a que los estudiantes buscaban útiles de colegio, se volvió a transformar, pero esta vez fue una pequeña librería a la que más tarde le incorporaron una imprenta de tarjetas personales y papelería comercial. En esa época todavía no había comenzado a mejorar la situación económica de la familia, que creció con la llegada de Esther y seguiría creciendo con el nacimiento de Luis. Matilde veneró a la barriada.

Hablando de ella se le encendían los ojos, para luego entrecerrarlos al evocar los árboles de naranja amarga de la calle 47, que conoció desde recién plantados.


Decía que le venían a las narices el aroma de sus azahares y la mágica mezcla con las fragancias provenientes de la fábrica de licores Regia que funcionaba, casa por medio, sobre la calle 1. Solía asemejar campanas con sus manos tratando de graficar el tintinear de las botellas golpeteando entre si sobre la “cinta sin fin” que las transportaba. Era música que ella podía distinguir entre el bullicio que hacían los estudiantes de las facultades de Ingeniería, Ciencias Exactas y el Liceo. Música también fácilmente distinguible del chirrido desafinado del paso de los tranvías que doblaban en “su” esquina. Hablaba del empedrado grueso de la calle 47 en comparación con el de piedras más chicas de la calle 1. Invariablemente las referencias a su barrio concluían recordando los olores a eucaliptos que el viento traía del bosque en las noches de invierno, cuyas primeras estribaciones estaban frente mismo a la casa e inundaban las calles en oleadas. Así explicaba Matilde el calor, el olor y el colorido de su barrio, en poema inconcluso llamado “Calle 47″

No podría llamarte
con ese nombre adulto
de número que tienes.
Yo te llamo, de los Naranjos,
calle
que naces donde mueren los pasos
de mi infancia.
Entonces
yo empinaba recién alzando a luces,
desde una pensativa niñez,
en ti plantaban los tallos paralelos
la verde profecía de aromas
y zumos redondos en el aire.
Entonces tallo y tallo crecimos,
deshojaban de noche su sueño
bajo lunas nupciales los azahares,
y a un suelo de veredas
tan anchas como campos
también se deshacían ternura,
mis primeras corolas de romance.
Distante te devuelves a mí
tiempo con gusto
y olor a naranjales.
Amargo dentro y dulce color por fuera
Fueron mis días
y los frutos maduros en el árbol.
Entonces desde el río no lejos,
parecían ondear blanco velamen
las naves de un ansioso futuro,
y era un ritmo de pasos,
y era un canto y un llanto,
y un silencio de libros,
y era un niño de angustia que dormía
fatiga aquel nocturno reposo de tu espacio.
Ramal en delantales,
de Los naranjos calle
bajando hacia el mar grande
de idilio y aula,
tibio antiguo recuerdo de un liceo
borroso sobre un fondo de acacias y de sauces.
Te vivo
todavía vibrada de tus voces
gritadas y sin voces
hirsuto en eucaliptos y alado en mariposas
contaba su leyenda precoz
aquel abuelo de aromas,
lento el bosque
soñando a tu costado.


La educación primaria la recibió en la vieja escuela “Tomas Espora”, ubicada frente a la plaza de la calle 1 esquina 38. Sus vivencias en esa escuela se reflejan en sus poemas, sobretodo en sus primeros pasos en la poesía y en la llamada poesía social por la que algunos la destacan. Matilde consideró aquellos años como un manantial de situaciones que le marcaron el espíritu y templaron su personalidad.

Niñez (“a la niña que fui”)

Con mi cara pecosa,
mi apellido difícil y mi magra figura

llegue a la escuela nueva.
El banco más oscuro,
el más viejo del grado
fue mi primer refugio.
Nadie me conocía,
ni me hablaban siquiera,
y pasaban los días…
La maestra me llama “esa niña”;

una cosa cualquiera
que el destino puso
para que sufriera.
Y una vez hice un verso
para una maestra
que se había muerto,
a quien todos quisieron
y yo ni conocía.
Lloraron conmovidas
todas mis compañeras.

Debió malgastarse una vida,
para que yo viviera.
Desde entonces
fui una niña como ellas
y nos hermanamos
y ya mi apellido
no tuvo tantas letras,
ni en mi cara se notaban
tan oscuras mis pecas
y ya no era tan flaca.

En el verso que hice para la maestra
me lloraba yo misma,
y tal era mi pena
que conseguí hacer lluvia

transparente y buena
de aquel bloque de hielo
que me cercó en la escuela.

Con mi cara pecosa
y mi apellido difícil
debió morirse alguien
para que yo viviera.

(Inédito)


En otro poema inconcluso, vuelve sobre lo mismo; lo llamó Tragedia:

Medio metro de raso,
armazón de madera,
hilo de colores, un espejo, tijera…
Todo eso debía
–me dijo la maestra-
llevar para labores.
Y me fui pensativa,
mi madre no podría
comprarme tantas cosas.
Caminaba despacio,
qué hacer, mi gran tragedia…
Ese día no comí
y no dormí esa noche.
Qué bueno si muriera
antes de la hora
de entrada a la escuela.
Y si la maestra, al fin,
me comprendiera,
tú puedes hacer versos
en vez del costurero-
Y si en cambio me reta,
y si las niñas todas,
en torno, se rieran…
en la noche apacible
dormían mis hermanos,
y yo me daba vueltas.
Mi pobre madre,
roncaba su fatiga.
¡Qué larga era la vida…!
Qué bueno si muriera,
para no volver nunca,
nunca más a la escuela.


Uno de sus mejores poemas, “Pobreza a los diez años” fluyó de los recuerdos ingratos de la pobreza, de la niñez y de aquella escuela. Solía decir, cuando una conversación rozaba este poema, que “(…) la pobreza es también humillación para un niño, aunque los hombres prefieran ignorarlo”.

Sostenía que la vida siempre le dio revancha y que en el balance estaban mano a mano. Que había pasado grandes penurias pero también disfrutado grandes felicidades y repetía las palabras de Horacio Sicard, expresada en correspondencia personal. “… La desgracia, la miseria, la insensibilidad, tienen la tonta virtud de hacer que los niños dejen de serlo demasiado pronto.”

El poema fue objeto de varias ilustraciones. A Matilde le gustaba la lograda por Enrique Arrigoni en 1974.

Ilustración de Enrique Arrigoni sobre el poema de Matilde Kirilovsky Pobreza a los 10 años
Ilustración de Enrique Arrigoni sobre el poema de Matilde Alba Swann Pobreza a los 10 años

Toda mi angustia tuvo la forma de un zapato.
De un zapatito roto, opaco, desclavado.
El patio de la escuela… Apenas tercer grado…
Qué largo fue el recreo, el más largo el año.
Yo sentía vergüenza de mostrar mi pobreza.
Hubiera preferido tener rotas las piernas
y entero mi calzado. Y allí contra una puerta
recostada, mirando, me invadía el cansancio
de ver cómo corrían los otros por el patio.
Zapatos con cordones, zapatos con tirillas,
todos zapatos sanos. Me sentía en pecado
vencida y diminuta, mi corazón sangrando…
Si supieran los hombres cuánto a los diez años
puede sufrir un niño por no tener zapatos…
Qué anticipo de angustia. Todavía perdura
doliéndome el pasado. El patio de la escuela
y aquel recreo largo…
Mi piecesito trémulo, miedoso, acurrucado.
Mi infancia entristecida, mi mundo derrumbado.
Un pájaro sin alas, tendido al pie de un árbol.
La pobreza no tiene perdón a los diez años.


Matilde distinguía “esa pobreza” y la diferenciaba sustancialmente de la que padece la Argentina de los años 2000 y los últimos del siglo pasado. Hablaba de una “pobreza digna”; o de carencias que se podían soportar dignamente. “En la época en que la padecimos, la pobreza no era una maldición Se era pobre, pero no desesperadamente pobre, entonces se podía ser feliz.”


No olvidaba – porque no quería olvidar – su porción de pobreza y de alguna manera la exhibía incluso en sus mejores momentos y en sus poesías mas logradas.

Todo esto, a los ojos de Ilda de Merlo trasuntan un riquisimo mundo vivencial y una niñez que no fue fácil, en el seno de una familia muy modesta de trabajadores amantes de la cultura.

Cuenta Raquel Sajón de Cuello que Matilde “…No vio el mar hasta los treinta y cinco años de edad. Un episodio escolar revelaría la magnitud de su fantasía. Puestos los educandos a leer un texto señalado por la maestra, debían los pequeños traer al subsiguiente día una redacción sobre lo leído y asimilado. La pequeña Matilde (cursaba tercer grado), trajo sus cuartillas escritas como los demás condiscípulos; pero la maestra no creyó que aquello fuera la obra de su “industria” y de su pluma y, recriminándola duramente por su actitud, la motejó de “mentirosa”. Nada mas doloroso para la sensibilidad de un niño que la injusticia. Aquel insulto gratuito habría de herirla hondamente, y como la fiera defiende a su crío, así la niña defendió su obra. Desafió el reto de la educadora instándola a que la sometiera públicamente a una nueva prueba con el tema que ella creyera más conveniente. El tema sería A orillas del mar”. La redacción, prueba pública y definitoria, absolvió de culpa y cargo a la niña, concluyendo con un pedido de perdón por parte de la incrédula maestra que no había reparado en aquella cabeza ausente muchas veces, quizá, de las insípidas horas de clase y de su viaje por mundos de ensoñación y de fantasía. El episodio no fue olvidado nunca por la pequeña mujer madura, madre de cinco hijos ya y, a su vez, madre de los hijos de sus hijos, recordaría siempre aquel hecho como una nube en la albura intocada de sus sueños infantiles.